De procedencia desconocida, debió concebirse como pala de altar o retablo para un oratorio privado o capilla conventual. Probablemente pudo tener una predela y quizá unos pináculos, actualmente desaparecidos.
El autor, anónimo, vinculado a la escuela de Siena, entre los seguidores de Simone Martini, debió realizar esta obra a mediados del Trecento, después de la peste negra (1348), aunque tampoco se puede descartar que fuera algunos años antes.
Representa la Crucifixión, acorde con la nueva iconografía italiana de fines del Ducento y comienzos del Trecento, que rompe con la tradición bizantina. Ante un fondo de oro, sobre un espacio sugerido por el suelo de tierra y verde, el pintor dispone las figuras a modo de friso. En el centro muestra a Cristo crucificado, ya muerto, con la llaga del costado manando abundante sangre. A la izquierda está la Virgen sostenida por las santas mujeres con expresión doliente en sus rostros. Entre ellas destaca la Magdalena por el color rojo de su vestido. A la derecha sitúa a Juan, expresando su dolor en el rostro y con sus manos unidas. Está separado de los soldados -junto a él está el portador de la lanza, Longinos-; y de los judíos. Arriba, a ambos lados de Cristo, revolotean unos ángeles casi diminutos, manifestando también su duelo, particularmente el que rasga sus vestiduras sobre la cabeza de san Juan.
Los tipos humanos derivan de Simone Martini. A él remiten la figura de Cristo y sus delicadas proporciones, la forma de la herida del costado o el velo transparente que le cubre hasta las rodillas. Aunque la expresividad lineal, la belleza del colorido o el modo de expresar las emociones también lo conectan con el estilo de Simone Martini, sus figuras carecen de la gracia y las estilizadas proporciones que les otorga ese autor, y también sus ropajes son más simples.
Manuela Mena en 1988 señaló analogías con el estilo de Barna de Siena (fallecido h. 1350), autor de los frescos de la Colegiata de San Gimignano, pero no es el mismo pintor de la tabla de Oviedo, en la que se aprecia un interés por el claroscuro, de influencia giottesca, al igual que elementos tomados del arte clásico, al que remiten el manto y la actitud de san Juan.
Es probable que esta tabla fuera realizada para formar parte de un retablo de temática mariana; una imagen triunfante de María, a la que Berruguete situó, siguiendo tradiciones medievales hispano-flamencas, sobre un fondo dorado que simboliza el Cielo. El pintor hizo uso frecuente del pan de oro para enfatizar el espacio sacro que ocupa la Virgen, a veces conformando ricos cordobanes, damasquinados o brocados. Estos últimos se incluyen igualmente en la vestimenta, como es el caso de la túnica de cardos y piñas que lleva María, una figura de alargadas proporciones, prolongadas por la disposición de la túnica y el manto azul, arrebujado sobre el creciente lunar. Éste es sostenido por tres de los ángeles que rodean, asisten y coronan a la Virgen bajo la bendición de Dios Padre. Dos de ellos visten capas pluviales, prenda solemne para sacerdotes y diáconos que también es frecuente en la representación de los arcángeles.
La interpretación del asunto representado es compleja, porque presenta aspectos que se corresponden con la imagen característica de la Inmaculada Concepción, tales como la expresión humilde y de aceptación (los ojos bajos y las manos orantes) y la presentación con el cabello suelto. Se sitúa además en el espacio celestial, rodeada de ángeles y colocada sobre el creciente lunar con los cuernos hacia arriba; elemento que se hará consustancial con el tema de la Inmaculada en el segundo cuarto del siglo XVI. Por lo demás, podría corresponderse también con la Asunción, escena en que aparecen los ángeles ayudando en la ascensión mariana. Suele complementarse con la coronación de María por parte de Dios Padre, a veces ayudado por ángeles o por Cristo.
Estamos por lo tanto ante una representación de significado múltiple o complejo, a la par de otras composiciones que en la segunda mitad del siglo XVI comenzarán a fijar su entidad iconográfica al tiempo que se entremezclarán como imágenes de exaltación mariana: Asunción, Inmaculada y la Coronación. Esta tabla es por tanto una composición peculiar que Berruguete debió de realizar tal vez hacia 1490, según propuesta de Pilar Silva, especialista en el pintor. Los paralelismos con otras obras del pintor palentino probarían esa cronología que lo destacan como un artista de depurado dibujo, capaz de resolver los diferentes escorzos de los ángeles y desarrollar una equilibrada composición y un depurado y sutil cromatismo.
Una de las obras de mayor tamaño que puede admirarse en el Museo de Bellas Artes de Asturias es el Retablo de Santa Marina, procedente de la iglesia del mismo nombre en Mayorga de Campos (Valladolid). Las veinticuatro tablas que lo componen fueron pintadas hacia 1500 por el Maestro de Palanquinos, identificado por el profesor González Santos como Pedro de Mayorga. Una antigua fotografía permite conocer cómo era el retablo íntegro en su emplazamiento original: tenía tres pisos, siete calles –de las cuales la central se ha perdido–, predela y arquitecturas de madera calada.
El retablo narra la historia de Santa Margarita de Antioquía –identificada en España con Santa Marina de Galicia, de ahí la confusión habitual en la época entre ambas santas– tal y como figura en la Leyenda Dorada de Jacopo Della Voragine (aprox. 1260), un texto que impulsó la devoción a Santa Margarita-Santa Marina y que gozó de gran popularidad a finales de la Edad Media, decayendo su culto con la llegada de la Contrarreforma.
Según la Leyenda Dorada, Margarita era la hija de un sacerdote pagano que se había convertido al cristianismo. En una ocasión, mientras se encontraba cuidando a sus ovejas en el campo, el prefecto de la región se enamoró de ella y, ante la negativa de la muchacha a aceptar sus proposiciones, mandó encarcelarla. Durante su cautiverio un dragón, identificado con el demonio, se le apareció en su celda para devorarla, pero gracias a su fe logró salir ilesa del vientre de la bestia. Tras este milagro, la joven fue sometida a varios tormentos, algunos de los cuales son reproducidos en este retablo, para terminar siendo decapitada. Su historia hizo de ella ejemplo de la virtud femenina, a la vez que el milagro del dragón la convirtió en la patrona de los partos.
Los dos pisos superiores narran, en doce escenas, los episodios más significativos de la historia de la santa, los cuales se complementan con seis escenas de la Pasión de Cristo. En las seis tablas que componían originalmente la predela, almacenadas, salvo una de ellas, en los depósitos del Museo, se representan parejas de santos y profetas.
En el conjunto destaca la escena de la santa saliendo del dragón por ser una de sus iconografías más populares, así como las representaciones de espacios interiores, donde el artista hace alarde del dominio de la perspectiva a través de las representaciones de suelos en damero y cubiertas abovedadas. En el tratamiento de rostros y la composición de espacios se advierte la presencia de dos maestros: uno de ellos es el Maestro de Palanquinos, fácilmente identificable por el empleo del pan de oro en los cielos, mientras el otro, más contenido en la gestualidad, tiende hacia el clasicismo en las actitudes de los personajes y en las composiciones de escenas, en las que introduce elementos clásicos.
El Retablo de Santa Marina es un perfecto ejemplo de los usos iconográficos del último período gótico y se enmarca dentro de ese conjunto de pinturas que, dentro de la tradición tardomedieval, ya introducen sutilmente estéticas y motivos clasicistas.
El cuadro titulado Santa Catalina y Santa Margarita es obra del artista manchego Fernando Yáñez de la Almedina (Almedina, Ciudad Real, 1475-1536). Fue adquirido por el Museo de Bellas Artes de Asturias en el mercado de París en 2003. Durante los años 2004 y 2005 fue restaurado en el Museo Nacional del Prado y desde entonces está expuesto en una de las salas de la pinacoteca asturiana.
Fernando Yáñez de la Almedina es un pintor del que se desconoce buena parte de su biografía pero que, a pesar de ello, goza de una excelente reputación, al ser considerado como uno de los más exquisitos artistas del Renacimiento español. Buena parte de su prestigio se debe al mérito de haber introducido en la península muchos de los postulados renacentistas de la Italia quattrocentista. En este sentido, artífices como Filippino Lippi, Perugio, Rafael y, sobre todo, el gran Leonardo da Vinci fueron modelos de inspiración para Yáñez durante su estancia formativa en Roma y Florencia. No obstante, quizás sea la huella leonardesca la que más se aprecia en sus cuadros. Ya de vuelta en España trabajó en dos focos, Valencia y Cuenca. Fue, además, colaborador habitual de Hernando de Llanos, cuyas firmas conjuntas han llegado a crear confusión acerca de sus identidades.
La obra que nos ocupa representa a las vírgenes y mártires Santa Catalina y Santa Margarita. La primera de ellas, situada en la izquierda de la composición, aparece representada como una princesa real, es decir, coronada y ataviada con una túnica roja y un manto violáceo. En su mano izquierda porta la espada con la que fue decapitada, al tiempo que con la derecha parece que esté sujetando el manto que la cubre, en un gesto ciertamente exquisito que nos remite al maestro florentino. El lado derecho lo ocupa Margarita de Antioquía, quien viste una túnica roja bajo un manto de color azul. Mientras en su mano derecha sostiene la palma del martirio, a sus pies aparece un dragón con las fauces abiertas que nos remite al relato que aparece en la Leyenda Dorada, en donde se narra que la mártir fue engullida y posteriormente escupida por dicho monstruo tras haber trazado ésta la señal de la cruz; gesto, por otro lado, perceptible en la mano diestra de la santa.
El modelo compositivo utilizado por Yáñez de la Almedina es ciertamente habitual dentro de su obra: personajes de cuerpo entero que comparten en disposición simétrica el mismo espacio pictórico. No obstante, en esta ocasión el canon aplicado a las santas resulta algo más corto y corpulento que en otras ocasiones. Sin embargo, las facciones de las mujeres son plena e inconfundiblemente yañezcas. Ambas figuras son totalmente autónomas ya que, a pesar de que comparten un mismo espacio, entre ellas no se establece ningún tipo de unión o comunicación.
Santa Catalina y Santa Margarita aparecen recortadas sobre un fondo de vegetación que, a su vez, se superpone sobre un luminoso paisaje dominado por un montículo en el que se ubica una ciudadela fortificada en lo alto. Un tipo de composición que nos acerca al norte de Italia y que fue asimilado por el pintor manchego durante su aprendizaje en tierras lombardas.
El cuadro San Esteban de Luis de Morales (Badajoz, ca. 1510-1586) se incorporó al Museo de Bellas Artes de Asturias en 2002 procedente de la colección Chicote de Valladolid. Datada hacia 1560, se incluye por sus características formales e iconográficas en la línea creativa de Luis de Morales, una de las figuras más destacadas en el ámbito pictórico español del siglo XVI. El “Divino” Morales, como fue llamado por Palomino en la que fue la primera biografía de este maestro badajocense, supo adaptar su pintura al gusto popular en un momento de ferviente religiosidad, generando una producción basada en la imagen mística y trascendente que precisaba la Contrarreforma.
San Esteban se muestra aquí en actitud contemplativa, dirigiendo su mirada hacia el cielo y con la piedra, atributo de su martirio, sobre su cabeza. El entorno que rodea al santo es un paisaje muy probablemente imaginado, habitual en el repertorio de Morales, como se puede apreciar en otros trabajos del artista. En este sentido, el Museo del Prado cuenta con una obra casi idéntica del mismo maestro, en cuya esquina superior izquierda se observa una figura de Cristo bendiciendo que no aparece en la versión de Oviedo. Ambas obras resumen perfectamente las características de la pintura de Morales, que asimila las novedades del renacimiento italiano, pero que se mantiene aún en la tradición hispanoflamenca. De hecho, bebe de modelos iconográficos basados en estampas de artistas italianos, flamencos o nórdicos, como Rafael o Durero, entre otros.
La figura se recorta sobre el fondo con una pincelada precisa, minuciosa, que nos permite apreciar detalles propios de los más prestigiosos miniaturistas de la época siguiendo la estela de la pintura flamenca. Sin embargo, este aspecto se intercala con zonas donde el color se vaporiza, generando una sensación de sfumatura leonardina característica del manierismo al que Morales se vinculará durante toda su trayectoria. La composición, piramidal, es de nuevo fruto de esa influencia italiana que será una constante en la obra de Morales. Es una pintura que, en definitiva, se vale de todos estos recursos para crear unos tipos humanos completamente “reales”, que se alejan del mero hecho artístico para remover los sentimientos y pasiones del espectador.
Entre las obras destacadas que atesora el Museo de Bellas Artes de Asturias figura, ocupando un lugar privilegiado, el denominado Apostolado del Greco, conjunto de doce lienzos, de 70 x 53 cm., pintados hacia los años 1608-1614 por el artista con la colaboración de su taller. Los mismos fueron realizados para la devoción privada, el fomento del fervor religioso y la reivindicación del culto a los santos que la Reforma protestante rechazaba. Además, se trata, junto con el de la sacristía de la Catedral de Toledo y el del Museo del Greco de la misma ciudad, de uno de los apostolados más importantes realizados por el pintor candiota, independientemente de que en él esté ausente la figura del Salvador.
De entre los doce cuadros que componen esta serie destaca por su especial calidad el que representa la figura de San Pablo, que propiamente dicho no fue un apóstol de Cristo, pero que tradicionalmente se incorporó muy pronto a esta clase de conjuntos por su trascendental labor como evangelista y difusor del legado de Cristo. El personaje aparece representado, en este caso, de tres cuartos hacia la izquierda, sosteniendo con la mano derecha la empuñadura de una espada y con la izquierda un papel en el que puede leerse, escrita en caracteres griegos, la dedicatoria de la primera epístola de San Pablo a Tito, obispo de Creta. Una túnica azul verdosa y un manto carmín revisten al santo. Por otro lado, la mirada, ausente y melancólica a un mismo tiempo, transmite una singular gravedad y serenidad a todo el conjunto.
Esta obra sería reveladora del consumado estilo del artista, basado en la intensidad a la hora de comunicar emociones, la maestría técnica, la iluminación misteriosa y el vibrante colorido. La inscripción que figura en la parte superior del cuadro, con el nombre del personaje, no es autógrafa del Greco, sino que fue puesta muchos años después, en el último tercio del siglo XVIII, con motivo de la restauración a la que fue sometida la serie. Esta había sido adquirida en el segundo cuarto de la citada centuria por el asturiano D. Juan Eusebio Díaz de Campomanes. De ahí pasó, primero, al monasterio benedictino de San Vicente de Oviedo, y después, ya en el siglo XIX, al monje fray Atilano González Diego, que lo acabaría legando al monasterio de San Pelayo. Tras ser comprado en 1906 por D. Antonio Sarri y Oller, marqués de San Feliz, el Apostolado ingresó en el Museo de Bellas Artes de Asturias en 2002, como depósito del Estado español, a través del Museo Nacional de Escultura Valladolid, y mediante dación de Aceralia, Grupo Arcelor.
Procedente de la Colección Pedro Masaveu, quien lo adquirió al bilbaíno Félix Valdés, Cristo muerto en la cruz, del pintor Francisco de Zurbarán (Fuente de Cantos, Badajoz, 1598-Madrid, 1664), fue una de las numerosas obras que fueron cedidas en dación al Principado de Asturias en 1994 y que ahora se exponen en el Museo de Bellas Artes de Asturias. Nacido en 1598 en un modesto pueblo extremeño, al margen de las grandes corrientes de pensamiento y del arte, Zurbarán puso rumbo a Sevilla en 1614, donde se formó con Pedro Díaz de Villanueva y estableció contacto con Alonso Cano y Diego Velázquez, cuya obra Cristo de San Plácido, de 1634, guarda relación con la que nos ocupa. Debido a su estilo personal y naturalista, a la maestría con la que representa los valores táctiles de las telas, junto a la sobriedad, la fuerza expresiva y la plasticidad de sus figuras, es considerado como uno de los grandes maestros españoles del Siglo de Oro.
La evolución de su estilo se ejemplifica en su intensa producción de crucificados, uno de los temas más frecuentes impuesto por la iconografía tridentina para instruir a los fieles según los principios inmutables de la Iglesia Católica. Se conocen más de treinta versiones de este tema pintadas por Zurbarán, la mitad de ellas correspondientes a la iconografía del Cristo expirante vivo, aunque otras veces, como en el caso del lienzo de Oviedo, se presenta al Salvador ya muerto, con la cabeza inclinada sobre su pecho y la llaga sangrante en el costado.
Cristo muerto en la cruz es un fiel reflejo de esta espiritualidad contrarreformista, aparte de obra maestra, cabeza de serie y prototipo de otros crucificados posteriores, representados todos ellos según las normas impuestas por Francisco Pacheco, es decir, con cuatro clavos. Efigiado de forma reposada, con la cabeza cayendo exánime de modo natural, emociona por su sencillez. Sus dedos se muestran contraídos, su musculatura poco pronunciada y sus piernas y pies paralelos y en escorzo, apoyados sobre el suppedaneum. El fondo neutro y no muy oscuro nos permite apreciar la sombra del cuerpo erguido sobre él, contrastándolo con el blanco brillante del paño de pureza, dibujado con gran naturalidad y tan característico del artista. Su marcada iluminación tenebrista y su perfecto modelado, escultórico aunque algo esquemático, destacan en la composición. En lo alto de la cruz se lee un letrero cuya inscripción reza ”Jesús nazareno, Rey de los Judíos”, en hebreo, latín y griego.
Aunque no tenemos información acerca de para qué iglesia o convento fue pintado, seguramente se trate de un cuadro de altar. Los datos más antiguos que poseemos, gracias a una inscripción antigua en el dorso del lienzo, sitúan la obra en la colección del marqués de Villafuerte en Sevilla.
Relieve del ático que coronaba el Retablo mayor del Santuario de Nuestra Señora de Carrasconte, entre las comarcas de Babia y Laciana, municipio de Cabrillanes, León. Se concertó su hechura en enero de 1645 con Luis Fernández de la Vega, escultor, y Alonso Carreño y Pedro Sánchez de Agrela, arquitectos ensambladores, por la cantidad de 300 ducados. Estuvo todo bajo la supervisión del obispo de Oviedo, don Bernardo Caballero de Paredes. El retablo se desmontó y desapareció del lugar en fecha imprecisa, pero por el contrato de obra y tres elementos que se han localizado, se puede reconstruir de manera aproximada. El piso primero acogería dos relieves de un metro de lado representando, la Anunciación y San Roque con un ángel, que flanqueaban la imagen antigua de María, para la que se habría de hacer un trono de ángeles. Ambos relieves se encuentran ahora expuestos en el Museo Marés, de Barcelona. Sobre ellos irían las imágenes de bulto redondo de San Tirso y San Francisco, desaparecidas hasta hoy. Y por último, en el ático, este relieve del Resucitado. Según consta en el contrato, toda la escultura debía hacerla Fernández de la Vega y desde luego, a su mano directa se pueden atribuir las tres piezas conservadas. Este Resucitado, con ángeles sobre nubes en los ángulos superiores, responde a su mejor forma de hacer, siempre dependiente de la estética castellana, y al modelo que usó otras veces para este tema, así como para representar a Cristo en momentos de su Pasión, como Ecce Homo o Crucificado. Utiliza un tipo humano, delgado y huesudo, de rostro afilado con barba y cabellos crecidos y abundantes, movidos y muy trabajados; en este caso, lleva anudado a la cintura su propio sudario que revolotea a los lados y refuerza la impresión de movimiento. Igualmente los ángeles responden a los modelos de Fernández de la Vega, como podemos ver en el retablo del obispo Vigil, catedral de Oviedo, o de Malleza, Colegiata de Salas. Al estar sin policromía se aprecia muy bien el virtuosismo del escultor que tanto alabó Jovellanos. Tras esta obra trabajaría varias veces para el citado obispo, para su fundación de Medina del Campo y para la catedral de Oviedo.
El Museo de Bellas Artes de Asturias conserva, desde su adquisición en 2003, el cuadro San Pedro de Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1617-1682), uno de los grandes pintores del barroco español. Murillo mantuvo contacto directo con artistas de la talla de Velázquez y Zurbarán, tomando de ambos el gusto por el claroscuro, aunque manifestó igualmente en sus obras la impronta de la pintura académica italiana y de artistas flamencos como Rubens o Van Dyck. La última etapa creativa del pintor sevillano, en la que realizó este cuadro, supone un momento de plena madurez del artista, en el que ha asimilado y perfeccionado estas y otras influencias, evolucionando tanto técnica como iconográficamente para conseguir composiciones más complejas y armoniosas a base de pinceladas más sueltas.
El cuadro recoge la iconografía tradicional del apóstol, que se representa anciano y portando dos de sus atributos: la llave y un gran libro que podría contener sus Epístolas. Además, San Pedro se muestra en actitud melancólica, mirando fijamente al espectador y con la cabeza ligeramente ladeada. Esta actitud del apóstol manifiesta los preceptos contrarreformistas según los cuales las imágenes debían transmitir emociones y provocar pasiones en el espectador. De hecho, Murillo solía incluir en sus obras tipos populares que establecían un vínculo entre lo terrenal y lo celestial para causar un mayor impacto sobre el fiel.
En la línea de los retratos velazqueños, el fondo se configura a través de un tono neutro sobre el que se recorta la figura del apóstol, buscando unas calidades de luz y sombra poco acentuadas para evitar los marcados contrastes de etapas anteriores. También la pincelada recurre al estilo de Velázquez, siendo en este caso muy suelta y vaporosa en algunas zonas, aunque más apretada en otras para enfatizar ciertos detalles como las manos del santo. La composición está perfectamente equilibrada a partir de la forma piramidal, cuyos vértices coincidirían con la cabeza del apóstol, el libro y el manto que cae sobre su brazo derecho, con un tono que contrarresta también el del infolio. Todo ello nos introduce en la impronta personal de Murillo, que asimila las influencias de su entorno pero aporta un halo de personalidad fácilmente reconocible en sus obras, un aspecto que le convirtió en uno de los pintores más cotizados de la escuela barroca sevillana.
El retrato de Carlos II a los diez años del Museo de Bellas Artes de Asturias, adquirido en 1981, es una de las obras maestras de su colección e icono indisolublemente ligado a la pinacoteca asturiana desde sus inicios. Pero es, por encima de todo, una obra cumbre del retrato regio, de poder o de aparato del barroco cortesano español del siglo XVII. Salido del pincel del célebre artista asturiano Juan Carreño de Miranda (Asturias, 1614-Madrid, 1685) tras ser nombrado pintor de cámara, el 11 de abril de 1671 (aunque lo firma aún como pintor del rey), se configuró como el prototipo de retrato áulico del “Hechizado”, último soberano de la casa de Austria, cuyos rasgos se van transformando en las numerosas versiones sucesivas que se hicieron del mismo, en las que el propio pintor o su taller mantendrían el mismo esquema compositivo.
En el centro del cuadro aparece Carlos II vestido de negro, a la moda española, con el atuendo de los monarcas y no de los príncipes Habsburgo, aunque entonces el gobierno todavía lo detentaba su madre, Mariana de Austria. De su botonadura cuelga el emblema del Toisón de Oro, vinculado a la rama española de los Habsburgo desde Carlos I. Ciñe espada en su cintura y sostiene en su mano derecha un papel o memorial doblado, mientras con la izquierda agarra el sombrero y se apoya sobre una consola de pórfido que es sustentada por unos leones, encargados por Velázquez en Roma y conservados hoy en día en el Museo del Prado.
Alrededor del monarca se despliega toda una escenografía de poder que recrea el Salón de los Espejos del destruido Alcázar madrileño. La propia consola, los grandes espejos de águilas que reflejan la pared opuesta de la estancia y los lienzos que en ellos se reflejan, formaban efectivamente parte de la decoración de esta estancia representativa, que servía para recibir a las embajadas. Muchos de los lienzos que se entrevén reflejados en los espejos -curiosamente sin invertir su imagen-, como el Retrato de Felipe IV por Rubens o el Ticio de Tiziano, refuerzan la idea de continuidad de la monarquía española y definen al joven príncipe como Monarca Cristiano. Un gran cortinaje rojo, bordado de oro y con un grueso borlón, encuadra la composición por la parte izquierda, sugiriendo un imaginario baldaquino que también subraya la significación mayestática. La perspectiva, determinada por el enlosado del suelo, y el juego de los espejos muestran la deuda del pintor asturiano con Velázquez, al igual que la recreación atmosférica, que sugiere la sensación de “aire interpuesto” entre el espectador y el fondo, así como el tipo de pincelada, fluida y libre. Un tono de severidad, contenida, grave, majestuosa y distante, invade la composición, completando el retrato de este Monarca de las Españas, señor de un mundo en el que no se ponía el sol pero que ensombrecían ya pesados nubarrones.