Fecha de ejecución:
1671
Técnica:
Óleo sobre lienzo
Medidas:
210 x 147 cm
Procedencia:
Adquisición, 1981
El retrato de Carlos II a los diez años del Museo de Bellas Artes de Asturias, adquirido en 1981, es una de las obras maestras de su colección e icono indisolublemente ligado a la pinacoteca asturiana desde sus inicios. Pero es, por encima de todo, una obra cumbre del retrato regio, de poder o de aparato del barroco cortesano español del siglo XVII. Salido del pincel del célebre artista asturiano Juan Carreño de Miranda (Asturias, 1614-Madrid, 1685) tras ser nombrado pintor de cámara, el 11 de abril de 1671 (aunque lo firma aún como pintor del rey), se configuró como el prototipo de retrato áulico del “Hechizado”, último soberano de la casa de Austria, cuyos rasgos se van transformando en las numerosas versiones sucesivas que se hicieron del mismo, en las que el propio pintor o su taller mantendrían el mismo esquema compositivo.
En el centro del cuadro aparece Carlos II vestido de negro, a la moda española, con el atuendo de los monarcas y no de los príncipes Habsburgo, aunque entonces el gobierno todavía lo detentaba su madre, Mariana de Austria. De su botonadura cuelga el emblema del Toisón de Oro, vinculado a la rama española de los Habsburgo desde Carlos I. Ciñe espada en su cintura y sostiene en su mano derecha un papel o memorial doblado, mientras con la izquierda agarra el sombrero y se apoya sobre una consola de pórfido que es sustentada por unos leones, encargados por Velázquez en Roma y conservados hoy en día en el Museo del Prado.
Alrededor del monarca se despliega toda una escenografía de poder que recrea el Salón de los Espejos del destruido Alcázar madrileño. La propia consola, los grandes espejos de águilas que reflejan la pared opuesta de la estancia y los lienzos que en ellos se reflejan, formaban efectivamente parte de la decoración de esta estancia representativa, que servía para recibir a las embajadas. Muchos de los lienzos que se entrevén reflejados en los espejos -curiosamente sin invertir su imagen-, como el Retrato de Felipe IV por Rubens o el Ticio de Tiziano, refuerzan la idea de continuidad de la monarquía española y definen al joven príncipe como Monarca Cristiano. Un gran cortinaje rojo, bordado de oro y con un grueso borlón, encuadra la composición por la parte izquierda, sugiriendo un imaginario baldaquino que también subraya la significación mayestática. La perspectiva, determinada por el enlosado del suelo, y el juego de los espejos muestran la deuda del pintor asturiano con Velázquez, al igual que la recreación atmosférica, que sugiere la sensación de “aire interpuesto” entre el espectador y el fondo, así como el tipo de pincelada, fluida y libre. Un tono de severidad, contenida, grave, majestuosa y distante, invade la composición, completando el retrato de este Monarca de las Españas, señor de un mundo en el que no se ponía el sol pero que ensombrecían ya pesados nubarrones.