Toda la ciudad habla de ello

Toda la ciudad habla de ello

Eduardo Arroyo (Madrid, 1937- 2018)

Fecha de ejecución:

1984

Técnica:

Óleo sobre lienzo

Medidas:

200 x 300 cm

Procedencia:

Donación de Plácido Arango Arias en 2017

Este lienzo forma parte de un ciclo de pinturas de la década de los años 1980 tituladas Toda la ciudad habla de ello e inspiradas en la película de John Ford, The whole town’s talking (1935), ambientada en el mundo del hampa y conocida en España como Pasaporte a la fama.

El protagonista del primer plano alude, sin duda, al actor Edward G. Robinson, que, en el film noir, desempeña el papel de un sanguinario bandido y el de su doble, un hombre inofensivo, víctima de su parecido con el malhechor.

Luce, como los gánsteres de los años treinta, un borsalino caído hacia uno de los lados, ocultándole un ojo. El otro ojo, azul cielo, se deja ver por la abertura de un antifaz negro recortada por el amarillo de la luna menguante. Esta, pintada en lo alto de la parte izquierda del cuadro, ilumina la sonrisa feroz del bandido y sus manos, a la vez que pone de realce un fajo de inverosimiles billetes y un bolso repleto.

Desprovistos de cuerpo, dos fantoches nocturnos están acechando al enmascarado. El masculino lleva puesto un sombrero parecido al del gánster y tiene la cara disimulada por el color, como el rostro del Ciudadano, personaje que prolifera en la obra de Eduardo Arroyo; el segundo, silueteado en blanco, es una mujer que está sacando una fotografía. Traduce la preocupación periodística de Arroyo y su interés por la anécdota.

Dominando este grupo, dos elementos que parecen sacados de un anuncio antiguo: el dedo índice de una mano, pintada en negro sobre un cuadrado rojo, indica una dirección, mientras que en un letrero azul tres policías, armados de una porra, corren hacia el lado opuesto.

En la parte izquierda del lienzo, envuelta en la sombra, un sereno con el llavero en la mano observa al supuesto gánster. Su semejanza con el otro Ciudadano provoca ambigüedad y nos mantiene en vilo como al gato negro, animal noctámbulo por antonomasia, a la par que símbolo de los nativos de Madrid, lugar de nacimiento del propio pintor.

Con su misteriosa leyenda urbana, Eduardo Arroyo interroga a la pintura rebajando los tonos de su paleta. En el marco de esta ciudad color de asfalto, cobra la anécdota una potente dimensión plástica.