Recogiendo la manzana

Nicanor Piñole (Gijón, 1878-1978) siempre contó con un ámbito propio en la exposición permanente del Museo de Bellas Artes de Asturias gracias al interés demostrado por la Diputación Provincial en la década de los años sesenta, cuando ésta acogía en precario al museo de pinturas en su propia sede administrativa.

Recogiendo la manzana es obra imprescindible en el catálogo del artista y se relaciona directamente con Primavera (1925), pintura recientemente depositada por el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía en el museo monográfico que el Ayuntamiento de Gijón habilitó frente a la casa que había habitado junto a la familia Prendes. Allí se custodian, entre varios miles de dibujos, hasta un total de catorce apuntes y bocetos con que Piñole abordó desde 1919 la preparación de este monumental lienzo. Su intención era presentar la pieza al concurso más importante del momento, la Exposición Nacional de Bellas Artes (1922), donde sin embargo no consiguió el premio esperado. No obstante, y dada su relevancia, este trabajo tuvo un amplio recorrido expositivo.

La escena tiene lugar al final del verano y, como sucede en tantos cuadros costumbristas del autor gijonés, se sitúa en un contexto geográfico específico: Carreño. Es, pues, un paisaje familiar, la empinada pomarada de la Quinta de Chor, finca en que pasaron sus veranos los Prendes y que nuestro artista escogió como pretexto plástico desde principios del siglo XX.

En la pintura, de gran formato, se desarrolla el momento en que, a plena luz del día, un grupo de vecinos colaboran voluntariamente (en andecha) para completar las duras y concentradas tareas de la recogida de la manzana. Un amplio número de hombres, mujeres y niños, incluidos los sobrinos de Nicanor, se afanan en recolectar y transportar el preciado fruto para que éste pueda ser depositado en el lagar y comenzar así el proceso de trasformación de éste en sidra natural. Al fondo, bajo un cielo poblado de nubes, se observa una característica casa mariñana.

Es un retazo enormemente simbólico de la limitada y austera vida campesina asturiana que Piñole pinta con rico y vitalista colorido, especialmente evidente en los árboles cargados de fruto y en el vestuario de las figuras que protagonizan el cuadro.

La obra se materializa en un momento de gran vitalidad cultural en Asturias, que en lo pictórico ya contaba con un incipiente circuito artístico. Existían algunas galerías comerciales e incluso se habían celebrado notables exposiciones de arte contemporáneo en edificios públicos (1916, 1918 y 1921). Además, poco después, la comunidad artística asturiana se presentaría al unísono por vez primera en Madrid gracias al impulso del crítico José Francés y con el patrocinio del diario republicano Heraldo de Madrid.

Carnavalada de Oviedo

Esta obra es una de las múltiples carnavaladas realizadas por Evaristo Valle (Gijón, 1873-1951) desde 1910 hasta el final de su vida. La que aquí se muestra data aproximadamente de 1928 y en ella se aprecia una serie de personajes con vestimenta de antroxu (túnicas, blusas, faldones, etc.), situados a las afueras de una ciudad, en este caso Oviedo, con la reconocible imagen de la catedral al fondo y la silueta de un monte Naranco que parece disfrazado de sierra del Aramo detrás. Distintos volúmenes cúbicos conforman un caserío que enmarca a modo de escenografía o telón de fondo la escena principal.

El grupo se compone de ocho figuras, todas hombres, colocadas en primer plano, cuya tosca presencia y acusado movimiento son características inherentes a esta clase de representaciones. Las mismas se relacionan de dos en dos, menos las situadas en la parte izquierda de la composición, que se disponen de forma autónoma y marcando trayectorias contrapuestas. Todas ellas están definidas a base de manchas de color. Destacan, en este sentido, las resueltas mediante elegantes gamas de rojos, azules y amarillos, a lo que habría que añadir los variados verdes, marrones, ocres y grises del resto de la composición. En Valle también es importante la manera como el artista trabaja el dibujo, el cual tiene un tratamiento suelto e independiente, reforzando la vertiente nerviosa y expresiva de esta clase de obras. Desde el punto de vista compositivo, el lienzo se retrotrae a ciertas maneras de entender este tema de la fiesta o el baile, que abarcan de Rubens a Solana, pasando por Goya.

El Museo de Bellas Artes de Asturias posee uno de los fondos más ricos de Evaristo Valle, pintor clave en la historia del arte asturiano de la primera mitad del siglo XX, con cincuenta y tres óleos y cuatro dibujos de altísimo nivel.

Figura sentada

Faustino Goicoechea Aguirre, más conocido como Goico – Aguirre, es, de entre la nómina de escultores asturianos activos en el primer tercio del siglo XX, el que desplegó la trayectoria más innovadora y vanguardista. Su labor escultórica, intensa y concentrada, se desarrolló sólo desde la década de 1920 hasta 1937, año en que, en el contexto de la Guerra civil y como consecuencia de su ideología de izquierdas, fue internado en un campo de concentración en Muros de Noya. En el Museo de Bellas Artes de Asturias se conserva una nutrida representación de su obra -que engloba no sólo la escultura, sino también dibujos y acuarelas, ilustraciones y grabados-, enriquecida gracias a las donaciones realizadas por sus herederos en 1993 y en 2017.

Pensionado por la Diputación Provincial de Oviedo para ampliar sus estudios artísticos, primero en Madrid y luego en el extranjero, su producción estuvo especialmente marcada por sus estancias en Italia y en París de 1929 – 1931, donde absorbió corrientes internacionales como el postcubismo francés y otras tendencias figurativas italianas de los años veinte. Esto es especialmente patente en Figura sentada, donde aúna clasicismo con una síntesis formal postcubista, de corte geométrico y decorativismo decó.

En este desnudo femenino Goico aplica un canon corto que, junto con el carácter cilíndrico de las extremidades y el marcado abocetamiento en manos y pies, son característicos de sus obras posteriores a su etapa parisina. Esto contribuye a generar una pieza de volúmenes netos, contundentes, enfatizados por un tratamiento muy pulido de la superficie. La disposición de brazos y piernas, y el giro del torso imprimen a la escultura cierto dinamismo. Particularmente interesante es la geometrización de los rasgos del rostro y, especialmente, de los cabellos, que recuerda a la obra de otros artistas como Henri Laurens (1885 – 1954) y Ossip Zadkine (1890 – 1967). No obstante, quizás su referente más claro sea Mediterráneo (1905), del escultor francés Aristide Maillol (1861-1944), a la que se asemeja no sólo por la disposición de la figura, sino por el carácter de ensimismamiento y ensoñación con el que ambas se representan.

Esta pieza, que perteneció a Belarmino Cabal, fue trasladada a su material definitivo mediante saca de puntos por Enrique del Fresno en 1940 y restaurada tras su adquisición por el Museo.

Noche de frío espeso

Noche de frío espeso es, sin lugar a dudas, una de las mejores creaciones de Aurelio Suárez (Gijón, 1910-2003), al tiempo que condensa lo más granado de la fantasía, delicadeza y hondo aliento lírico que están presentes en muchos de sus trabajos. Representa un paisaje nevado, habitado por una pareja de seres imaginarios, uno de los cuales aparece en un interior calentándose en un fuego mientras que el otro se acerca desde el exterior en actitud oferente con un ramo de flores en las manos. Destaca la originalidad y poderosa imaginación con que están concebidos los personajes, a mitad de camino entre lo fantástico, lo animal y lo humano, y representantes a su manera de un principio masculino y otro femenino que están a punto de entrar en contacto. También cabe mencionar el modo tan singular como está resuelta esa especie de tienda que aúna la doble imagen, tan característica por otro parte del surrealismo, de lo arquitectónico y del rostro que contempla la escena. La blanca nieve, el oscuro cielo estrellado, la luna amarilla y las ramas deshojadas de un árbol completan la composición, otorgando una carga ensoñadora y un tanto bucólica al trabajo. Además, un profundo silencio parece apoderarse de toda la obra. El tiempo da la sensación de haberse detenido. Todo está quieto, tranquilo, como si se hubiera alcanzado una armonía superior. El espacio, completamente imaginario, parece llevar al espectador a otra dimensión. En definitiva, el conjunto de sensaciones a las que se refiere el título están plenamente encarnadas en esta sencilla y hermosa composición.

La obra es deudora de la influencia que el mundo fantástico de artistas como El Bosco y Brueghel el Viejo ejerció desde muy joven sobre la producción de Aurelio Suárez, sólo que descargado ese mundo de su habitual violencia y acentuado en lo que a su orientación onírica y simbólica se refiere. De hecho, en una entrevista realizada por Bastián Faro en 1949, el propio Aurelio Suárez aludió al magisterio que habían ejercido esos dos pintores, así como Giotto, Patinir, El Greco y Goya, tanto en su formación artística como en la configuración de su universo iconográfico. En este sentido, cabe recordar que buena parte de estos autores fueron admirados ya por los principales representantes del surrealismo internacional, considerándoles en algunos casos como directos precedentes de su sensibilidad.

Ocre y gris

Las obras realizadas por Antoni Tàpies entre 1954 y 1967 se caracterizan por su fuerte dimensión matérica. Ese trabajo con la materia se hace evidente en la obra que aquí se comenta. De ella destaca, en primer lugar, la técnica con la que está ejecutada, que posibilitó a Tàpies dejar atrás el óleo de sus composiciones anteriores, y su sustitución por una mezcla de polvo de mármol y barniz con la que el artista consiguió aminorar la incidencia de la luz sobre el lienzo. Finalmente, su vinculación con la imagen de la tapia o el muro era clave para entender la producción de este pintor, tal como el propio Tàpies señaló en un momento. Dentro de esta misma idea, un aspecto importante es la presencia en este conjunto de cuadros, y en particular en este que se está comentando, de toda una serie de signos, manchas e inscripciones que, desde la propia noción de muro, conectaban estas creaciones con el universo del grafiti o del lenguaje que se instalaba sobre las superficies magulladas de las paredes.

Esas especies de muros y tapias, como puede verse en la obra que aquí se comenta, se caracterizan por sus superficies opacas, manchadas de signos y muy texturadas, sobre las que el artista despliega su reflexión acerca de una serie de conceptos como son lo informe, lo mimético e incluso lo mágico. Elaborada desde la horizontalidad, sobre el suelo o sobre una mesa, parece como si en ella siempre hubiera una inclinación por parte de su autor a trabajar hacia los bordes del plano, dejando el centro de la composición más liberado. Por otra parte, en esas superficies predomina una paleta a base de colores marrones y grises, de apariencia cementosa y franciscana. A ello hay que añadir la presencia de una serie de formas y signos muy representativos de la obra de este artista como es, para el caso del lienzo que nos ocupa, la  letra “X”, signo que para Tàpies se caracterizaría, antes que nada, por su polivalencia semántica. Así, la “X” puede funcionar como un símbolo de misterio. Otras veces puede actuar como una manera de tachar cosas o de todo lo contrario, es decir, de señalarlas. Y, en último lugar, también ha habido veces en que la “X” aparece sobre la superficie del lienzo como una manera de dotar a este de una fuerza particular.

Guerrillero muerto

En esta obra se aprecia la habilidad del pintor para manipular el soporte y hacer de él, incluso por encima del color, el verdadero motor de la emotividad de la pieza. Esta intervención se concentra en los dos grandes costurones, vertical y horizontal, que recorren la arpillera, los cuales sirven como poderoso elemento articulador e incluso constructivo de la representación. De ellos puede encontrarse un antecedente en los trabajos realizados por el italiano Alberto Burri a finales de los años cuarenta. En segundo lugar, sobre esa superficie negra también se despliega toda una serie de signos que, junto a la carga matérica, introducen una vertiente gestual. Algunos podrían ser interpretados como ecos lejanos de un abecedario al que le cuesta encontrar una correcta articulación. Finalmente, para el caso concreto de esta composición, cabría reflexionar también sobre ese cuerpo central que aparece con plena fuerza, y que ha de identificarse con el guerrillero muerto. Su materialidad es tan grande que podría equipararse a una especie de “amasijo” de tela, pero en este caso rasgada, agujereada y lacerada, sobre la que se vierte el cromatismo a base de negros, blancos y escalas de rojos, aquí identificados con la propia sangre del fallecido, más o menos adensados y grumosos. De este modo, junto con las anteriores, parece incorporarse también a la obra, mediante esa laceración, una tercera dimensión, igualmente propia del arte informalista europeo de posguerra, como es la relacionada con cierta investigación espacial en torno al soporte. Por otra parte, en ese núcleo central parece cristalizarse, más que en ningún otro lado del cuadro, un aspecto tan frecuente en el hacer de Miralles como es la articulación de la obra de arte en torno a un principio de construcción y otro de destrucción en continua lucha. Un zapato, a modo de collage, pone el punto y final, en clave dramática, a la representación, dotando además de una cierta connotación un tanto arte povera a la pieza.

Toda esa estructura central guarda estrecha relación con el arquetipo del homúnculo, y por lo tanto del dolor y la muerte, que nutrió muchas de las obras de este pintor realizadas en esta época, y sobre el que el propio Millares teorizó en un artículo publicado en 1959.

Mosquetero con espada y amorcillo

Mosquetero con espada y amorcillo, de Pablo Picasso (Málaga, 1881-Mougins, Francia, 1973) es una obra representativa de su última etapa, llamada de Aviñón por las dos importantes exposiciones que allí realizó en 1970 y 1973. Conjuga dos de sus motivos más característicos: el del mosquetero, que apareció en su obra en 1966, y el del hombre maduro acompañado de niños que representan el amor, en ocasiones con sus atributos de arco y flechas.

La figura del mosquetero es utilizada como alusión a los personajes del Siglo de Oro español y su elección implica cierta teatralidad, porque pudiera corresponder a personajes de Dumas y Molière o relacionarse con los dramas del Siglo de Oro que Picasso había visto representar en su infancia. Por otra parte, el término “mosquetero” hace referencia a los espectadores, exentos de pago, que en los teatros del Siglo de Oro se situaban en la parte trasera del teatro. Éste sería así no sólo un personaje representando en una suerte de “teatro del mundo” sino también una especie de testigo de lo que ocurre al otro lado de la tela, como ponen de relieve, por otra parte, su misma dimensión frontal y las dimensiones de la figura, que obligan al espectador a encararse directamente con ella. Además, en este cuadro la figura del mosquetero no deja de recordar a la de El caballero de la mano en el pecho, de El Greco. Ambos aparecen con similar encuadre de media figura y parecida gorguera, puño con encajes, cadena de oro hasta la cintura y espada con empuñadura dorada, si bien ésta en posición invertida, igual que la mano en el pecho.

Resulta significativa la profunda humanidad que, a despecho de su supuesto carácter teatral, presentan las figuras. El mosquetero parece animado de una tensión expresiva, producto tanto de su propia búsqueda interior como de su “perpetuo deseo de ser transfigurado”, en palabras de Zervos. En este último sentido, la antítesis entre el tratamiento deformado del rostro del mosquetero y la expresión directa de la cara del amorcillo, sonriente, revela el carácter de esas tensiones, en buena medida relacionadas con el eros, que reflejaban las que vivía el propio artista, ya en su senectud. Pero el complemento entre la noble y atormentada expresión del caballero y la actitud traviesa y risueña del niño, cuyos rasgos no dejan de recordar también las propias facciones del artista, podrían mostrar una posibilidad de renovación que uniría los dos extremos de un mismo ciclo en una especie de autorretrato doble y transfigurado.

La pintura, muy empastada y aplicada con rapidez y decisión, casi como si embadurnara el lienzo con pinceladas francas y certeras, deja sin cubrir algunas partes, que permiten ver la imprimación. La ejecución es muy libre y las figuras aparecen en un mismo plano, sin profundidad. Resalta el contraste entre los tres colores primarios, solo matizado el azul por la proximidad con el morado en la figura del mosquetero.

Rose avec une bougie (Rosa con vela)

Rose avec une bougie (Rosa con vela) pasa por ser el testamento artístico de Luis Fernández (Oviedo, 1900-París, 1973), uno de los artistas españoles más originales e interesantes del siglo XX que, tras frecuentar lo más granado de la vanguardia internacional de la tercera y cuarta décadas de la pasada centuria, derivó hacia una figuración peculiar, de carácter constructivo, apartada de las corrientes en boga de la época, a la que denominó realismo plástico, realismo trascendental o realismo surreal.

Rose avec un bougie (Rosa con vela) es la obra que el creador estaba pintando antes de morir el 25 de octubre de 1973. La pieza reúne dos de los motivos más representativos de su iconografía. Por un lado está la rosa, que aparece ubicada en posición horizontal, y orientada hacia la izquierda, sobre una especie de repisa o mesa para la que se deja como fondo el del propio soporte. A la izquierda puede verse, también sobre esa misma superficie, pero esta vez en posición vertical, una vela encendida, con su llama flameante.

Resulta importante fijarse en la composición de la obra, que obedece a una estudiada ordenación. En primer lugar, y con respecto a sus márgenes izquierdo y derecho, el motivo aparece perfectamente centrado. A continuación, puede apreciarse cómo la banda horizontal inferior, de color negro, es la mitad de ancha que la inmediatamente superior, de color blanco, y ésta, a su vez, la mitad que la que aparece situada por encima de ella, nuevamente negra, aunque no tan intensa como la primera. Con ello, el artista logra crear una sensación de ascensión visual que se ve reforzada por el llamear anhelante de una vela capaz de modificar la oscuridad total que debía presidir originariamente ese fondo. De igual modo, la compenetración que se da en esta obra entre un elemento colocado en posición vertical como es el de la vela y otro ubicado en horizontal como es el de la rosa, consigue imprimir un ritmo que, según opina Fernández en sus propios manuscritos, tenía que estar sustentado en la creación en el espectador de un estado de exacerbación seguido de otro de apaciguamiento.

Por otra parte, las dos bandas de color negro sirven para subrayar la luminosidad de unos motivos de los que la crítica ha dicho que muchas veces tienen el resplandor de las joyas. Por lo que simbolizan la vela y la rosa, puede decirse que en el testamento artístico en que se ha convertido esta obra de Fernández aparecen reunidos los dos principios que habrían presidido su existencia como creador, es decir, la dedicación absoluta al trabajo armónico y limpio (la vela podría entenderse, en este sentido, como imagen de la claridad intelectual del individuo, pero sobre todo como realidad del espíritu que ilumina la materia y como metáfora del artista, cuya existencia, al igual que los contornos de la propia vela, es frágil y precaria, pero capaz de iluminar creativamente) y la búsqueda del absoluto y de la perfección.

Naturaleza muerta

El lienzo Naturaleza muerta, realizado hacia 1918 por la artista María Blanchard (Santander, 1881-París, 1932), es una de las obras sobresalientes del arte de vanguardia que se puede contemplar en el Museo de Bellas Artes de Asturias tras su ingreso como parte de la Colección Pedro Masaveu.

Blanchard fue una de las principales representantes españolas de la Escuela de París. En esta ciudad, en la que residió buena parte de su vida, asumió influencias de autores de la talla de Juan Gris, con quien mantuvo una estrecha relación de amistad. Su contacto con este y otros creadores le permitió estar al corriente de todas las novedades artísticas de la vanguardia parisina y enriquecer su pintura. A partir de 1916 se acercó al cubismo sintético, adoptando un lenguaje próximo al de Gris, si bien con matices personales en cuanto al uso del color y la luz. Además, en estos años su pintura llamó la atención del famoso marchante Léonce Rosenberg, que adquirió una gran suma de sus piezas cubistas para su galería L’Effort Moderne, espacio expositivo que la artista compartió con figuras como Picasso y Braque.

La obra presente en Oviedo, que no aparece fechada ni firmada, se desarrolla en un formato vertical frecuente en todos sus lienzos cubistas. Como es habitual en estas composiciones, en el plano inferior se reconoce una mesa dispuesta con una de sus esquinas saliendo hacia el espectador, lo que contribuye a crear una cierta sensación de profundidad. Sobre ella, la artista dispone un bodegón cuyos objetos son difícilmente identificables tras el proceso de deconstrucción al que han sido sometidos. Destaca sobre el conjunto un elemento vertical que quizás pueda ser identificado con una botella, por similitudes con otros trabajos de la misma temática y estilo.

La imagen se compone a base de numerosos planos geométricos coloreados que se superponen. Esta superposición da a la obra sensación de espacialidad, en contraste con la bidimensionalidad característica del cubismo analítico así como de otros lienzos de la misma época de la artista. Los planos monocromos y de menor tamaño del cubismo analítico dan paso aquí a otros de mayor riqueza cromática, que mediante sus distintas combinaciones sugieren formas concretas de la realidad. A partir de 1919, los objetos con los que compone sus naturalezas muertas comenzarán a identificarse con mayor facilidad. Se inicia así el camino de regreso a la figuración, si bien su experiencia cubista dejará una huella claramente visible en su pintura posterior.

Corrida de toros en Sepúlveda

El artista José Gutiérrez Solana (Madrid, 1886-1945) prestó gran atención a lo largo de su vida a las corridas de toros, tanto en su obra pictórica como en sus escritos. Ya en 1904 pintó varias obras sobre esta temática, pero ésta de 1923 es sin duda una de sus mejores pinturas sobre este tema, y el propio artista debió de considerarla como tal, pues la envió a la Bienal de Venecia de 1924.

En el cuadro Corrida de toros en Sepúlveda se representa el lance más violento de la corrida de toros, el momento en que el picador pone una vara al toro, que chorrea sangre. A la izquierda, otro picador ha descabalgado su montura, herida de muerte por el toro. La cuadrilla, dispuesta como en un friso, completa el primer término, mientras que en el segundo aparecen otros tres picadores junto a uno de los cuales se sitúa otro caballo en la arena y, en el centro del coso, el torero. Al fondo, se ven los tendidos, repletos de espectadores, que también se asoman a los balcones de las casas que flanquean el edificio consistorial, detrás del cual se yergue la mole del castillo de Sepúlveda. Determinados elementos temáticos y compositivos del cuadro, como el motivo principal o la distribución de la escena en distintos términos, lo relacionan con otras obras del artista como Capea en Ronda, Capea en Turégano, otra Corrida de toros en Sepúlveda, Torerillos en Turégano, El picador y el toro y La corrida de toros.

En sus escritos, Solana se refirió en numerosas ocasiones a la fiesta taurina en términos muy expresivos y relacionados, en algún caso, con su pintura. Así, por ejemplo, y en el caso de la obra que nos ocupa, el caballo de la izquierda hace pensar en aquel otro que había descrito en Madrid: escenas y costumbres (1918): “exánime y arrodillado; como tiene color blanco, la sangre destaca más y parece pintado de rojo; sosteniéndose sobre las rodillas delanteras intenta levantarse”. Éste sería además una prefiguración del que aparece en el Guernica de Picasso.

El lienzo muestra también ciertos ecos de la expresiva pintura de Ignacio Zuloaga y, sobre todo, la preferencia de Solana por las formas estáticas, cuya inmovilidad acentúa el peso enorme de las arquitecturas del fondo. La voluntaria dureza del dibujo, bien visible en el lomo del toro, parece prolongar, deteniéndola en ese momento, la sangrienta acción. La densidad de la composición y la monumentalidad pétrea del último término, construida con una materia pastosa, se acuerdan con una gama muy austera de color para conformar un verdadero fresco de la España negra.