El Museo de Bellas Artes de Asturias expone una selección de veintiséis obras de entre la amplia producción que el Bellas Artes posee de Orlando Pelayo (22 dibujos, 6 esculturas, 13 estampas y 33 pinturas). Con esta muestra, que coincide con el veinticinco aniversario de la muerte del pintor, el Museo quiere rendir homenaje a quien sin duda ha sido uno de los artistas de mayor proyección internacional nacidos en nuestra región. El 15 de marzo de 2015 se cumplen veinticinco años del fallecimiento de Orlando Pelayo (1920-1990), pintor nacido en Gijón que se vio obligado a marchar de España en 1939 con rumbo, en un primer momento, a Orán. En la ciudad argelina residió hasta 1947, frecuentando el rico ambiente artístico e intelectual de aquel lugar y entrando en contacto con escritores de la talla de Albert Camus y Jean Grenier, con los que siguió viéndose en su siguiente destino, París.
En la capital gala Pelayo comenzó a realizar un arte de marcado acento expresionista, que se combinaba con la asimilación de las enseñanzas postcubistas, hasta 1955, fecha en que el pintor inició una nueva etapa caracterizada por un intento de aunar la descomposición en planos del motivo representado, también de ascendencia cubista, y la utilización de un brillante colorido, próximo al fauvismo, y que le valió la aplicación del calificativo de “solar”. Esta serie de obras, de entre las que el Museo expone ahora en la segunda planta del Palacio de Velarde el óleo titulado Ícaro (1958), preludiaron su inmersión en la abstracción, en una etapa que se prolongó entre 1959 y 1962, y a la que pertenece su serie Cartografías de la ausencia, ejemplificada en la muestra con Asturias del recuerdo y Paisaje.
En 1962 la figura volvería a aparecer en su obra con su serie Retratos Apócrifos, a la que siguieron hasta el final de su vida otras como La Pasión según Don Juan, Historias de España, Relatos, Anales Apócrifos e Historias Apócrifas, las cuales evidenciaban en el título su obsesión por revisar los orígenes de su patria de una manera no real pero sí verosímil. Poblada de personajes espectrales y de una luz como procedente del más allá, tal y como se percibe en lienzos como La Celestina y Los Oteadores, la pintura de este artista, caracterizada por una gran agilidad y espontaneidad, empezó a trascender a partir de ese momento la anécdota para proyectarse hacia una intemporalidad en la que siempre se dio una gran importancia al juego con el color y la materia.
El año 1972 marcó un punto de inflexión en esta última línea de creación formal, la cual se caracterizará a partir de entonces por el uso del acrílico y el cambio en la composición de sus figuras, que de espectros se transforman en seres con cabeza esférica, torso sin extremidades y conexiones tubulares.
Además de pintor, Orlando Pelayo fue autor de una más que destacable obra gráfica y de una no muy amplia pero sí interesante producción escultórica. De esta última se expone también ahora una breve representación a través de los pequeños bronces Figura y Menina.