La danza de Salomé ante Herodes

La historia de Salomé formaba parte fundamental de la biografía de san Juan. Tras bailar en un banquete convocado por Herodes, este le prometió acceder a cualquier deseo que pidiera, y ella solicitó la cabeza del Bautista.

La escena muestra a Salomé en primer plano y en plena danza, para la que se vale de unas castañuelas. Luce un lujoso vestido encarnado, y tanto la riqueza cromática y formal de su indumentaria, como su dinamismo y la gracia de sus rasgos la destacan poderosamente y la convierten en centro de atención de la composición. Esta se desarrolla en un escenario palaciego, donde se despliega la mesa con los comensales, cuyas lujosas galas adoptan tonos más oscuros. Todo ello crea una atmósfera de esplendor, y da lugar a un efectista juego de contrastes cromáticos que sirve para subrayar el dinamismo de la bailarina. Valdés Leal ha relacionado de manera verídica los gestos y actitudes de un elevado número de personajes, creando una obra de extraordinario equilibrio y de una gran eficacia comunicativa.

El de Salomé es uno de los relatos evangélicos en los que aparecen más elementos dramáticos y novelescos, y de los que tienen una mayor carga erótica, pues en él se mezclan el lujo, el baile, la seducción y la muerte. Eso ha hecho que haya sido una figura con un gran poder inspirador para artistas, literatos o músicos, y de ello tenemos prueba en esta obra, una de las composiciones más afortunadas de Valdés Leal, que fue, junto con Murillo, el pintor más importante y original de entre los activos en Sevilla en la segunda mitad del siglo XVII. Se trata de una de sus obras en las que ha sabido explotar mejor sus dotes narrativas y su capacidad para expresar sofisticación, gracia y erotismo. Para ello se ha valido de su peculiar estilo pictórico, en el que se concede un lugar principal a los valores del color, y en el que tiene protagonismo una pincelada a la vez suelta, vivaz y certera, con mucha capacidad para transmitir la sensación de movimiento.

El cuadro formaba parte de una serie de diez, que narraban la historia del Bautista, y que en 1675 se citan en una colección particular sevillana.

Alegoría de Asia

Este cuadro es el único que se conoce de Miguel Jacinto Meléndez que no sea un retrato o una pintura religiosa pues, hasta ahora, no se han localizado ni su pareja, una Alegoría de África, ni las otras dos Alegorías de Europa y América que pintó Nicola Vaccaro.

Se identifica la preciosa figura femenina como una Alegoría de Asia por el ramo de flores que lleva en la mano, el incensario aludiendo a las esencias que venían de Oriente y, sobre todo, por el camello, que siempre se asocia con este continente. Meléndez le ha añadido un cuerno de la abundancia a los pies, del que salen ricos tesoros: collares de perlas, cadenas de oro, medallas y monedas, y ha inventado un curioso tocado en el que se combina una preciosa corona de flores, pintadas con la maestría que caracteriza al artista y tan abundantes en sus cuadros religiosos, con un gorro de seda en forma de casco que recuerda a los que se suponía que llevaban los turcos y del que cuelga un velo de fina seda.

La riqueza de las sedas del traje y de las joyas de la mujer, pintadas con brillantes colores, unas veces con largas y valientes pinceladas y otras con gran minuciosidad para representar los ricos bordados de oro que cubren la falda blanca,  hacen que la figura se destaque poderosamente contra el fondo oscuro de lo que parece una cueva. La sabiduría del empleo de la luz, que incide sobre los atributos que la identifican como Asia y la fragilidad y la gracia de la mujer, convierten a esta obra en un claro ejemplo de lo que será el Rococó.

Aunque el cuadro no está fechado, posiblemente Meléndez y Vaccaro pintaron las Cuatro partes del Mundo antes de 1720 pues Nicola Vaccaro murió en febrero de este año y el cuadro de Asia ya estaba colgado en el salón de Grandes del Alcázar de Madrid en 1721.

Bodegón de cocina

Entre las obras que el Museo de Bellas Artes de Asturias expone, destaca la pintura Bodegón de cocina de Luis Meléndez (Nápoles, 1716-Madrid, 1780), uno de los artistas españoles más importantes del siglo XVIII, reconocido tanto a nivel nacional como europeo. Nacido en Nápoles en 1716 cuando la ciudad aún formaba parte del territorio español, es considerado el artista más famoso de la saga de los Meléndez. Tercer hijo del pintor de origen asturiano Francisco Antonio Meléndez (Oviedo, 1682-Madrid, 1752)y sobrino del también pintor Miguel Jacinto Meléndez (Oviedo, 1679-Madrid, 1734), fue uno de los bodegonistas más relevantes de la historia del arte. Uno de sus encargos fue la elaboración de una serie de bodegones destinados para el entonces Príncipe de Asturias Carlos IV, padre del futuro Fernando VII, el Deseado.

En este cuadro, pintado en 1772, aparecen representados sobre una mesa de madera dos grandes panes redondos (o empanadas) apoyados uno sobre el otro y con un cuchillo colocado entre ellos. Detrás se aprecian, sobre el fondo de color neutro, una botella de cristal oscuro con tapón de corcho y una jarra de barro con asa, esta última decorada en su cuello con una serie de estrías horizontales. Un platillo de cerámica roto cubre la boca de la jarra, de la que también sale el mango de madera de un cucharón. El eje compositivo de la obra se define a través de la diagonal que forman el pan inclinado, las vetas de la jarra y el mango de la cuchara.

Los cuadros de Meléndez, entre los que se incluye este Bodegón de cocina, dejan patente que el pintor se adaptó al tradicional reto de la pintura de bodegones, que exigía la imitación de los objetos con el mayor realismo posible. Buena prueba de ello es la gran pericia técnica que demuestra Meléndez, ya que incluso podemos distinguir en el lienzo las migas de los panes o las marcas de golpes en la mesa. Todo ello aparece resaltado por un foco de luz que ilumina la escena de izquierda a derecha produciendo unos delicados brillos en la oscura botella de cristal y en la jarra de barro. Con este tipo de cuadros, Meléndez se sitúa en la línea del naturalismo del siglo XVIII y como heredero de la rica tradición española en el género de la pintura de bodegones, en la que también destacaron artistas de la talla de Francisco de Zurbarán.

Retrato de Jovellanos en el arenal de San Lorenzo

Se trata de uno de los primeros retratos pintados por Francisco de Goya (Fuendetodos, Zaragoza, 1746-Burdeos, Francia, 1828) en Madrid y uno de los primeros testimonios del apoyo y amistad que Jovellanos brindó al artista.

En este sentido, la hechura del presente retrato estuvo motivada por la elevación de Jovellanos al Consejo de Órdenes Militares, por decreto de 25 de abril de 1780 y efectivo desde el 13 de agosto, fecha de la real cédula de su nombramiento. Todo ello se hace patente en la solapa de la casaca, donde luce con orgullo la venera de Alcántara con un gran lazo verde (color simbólico de esta orden) a modo de escarapela. Pero esta pintura también hubo de satisfacer algo más íntimo: dejar testimonio de sus éxitos en el hogar familiar, coincidiendo con su regreso a Gijón. Tras casi quince años de ausencia, en la primavera – verano de 1782, Jovellanos regresó a Asturias pero no a título personal, sino en comisión oficial, con orden de trazar y comenzar la construcción de un camino de Oviedo a Gijón. A ello alude el paisaje sobre el que se recorta la silueta afable y confiada de Jovellanos: es el estero y dunas del arenal de San Lorenzo de Gijón, con una marina surcada por dos buques y otras dos velas en lontananza, una clara referencia al tráfico comercial y marítimo que se deseaba aportar a Gijón con la apertura de esa carretera que debía continuar a León salvando el puerto de Pajares.

La postura inestable y afectada que adopta don Gaspar es una novedad absoluta en el retrato español pero habitual en los italianos y británicos de la segunda mitad del siglo XVIII. Sobre todo Goya lo debió aprender durante su estancia en Italia del pintor Pompeo Batoni, consagrado retratista de los viajeros británicos del Grand Tour. La figura deriva modelos clásicos: el praxitélico Sátiro en reposo, el Sátiro con Dionisos niño, de factura lisipea, y el Hércules Farnesio de Lisipo. Esta famosísima estatua fue concienzudamente estudiada por Goya en Roma en 1771. Pero Gil Fillol en 1946, al exponerse por vez primera el cuadro, fue más allá, advirtiendo de la gran semejanza de composición y postura (habla incluso de inspiración) entre éste de Jovellanos y el retrato de John Musters, sheriff de Nottingham, pintado por el inglés sir Joshua Reynolds, lo que resulta incontestable.

Nos hallamos también ante el prototipo del retrato oficial de Jovellanos en sus días y hasta fechas muy cercanas. El cuadro corresponde con el estilo practicado por Goya a comienzos de la década de 1780: junto a evidentes titubeos en la composición y manejo de la postura, ya se detectan en él los rasgos de un pintor valiente y ambicioso, sabio y arriesgado en la combinación de color, por la preponderancia de las gamas verdes, de evidente resonancia simbólica en el retrato de un caballero de Alcántara.

La cueva de Covadonga

Entre las numerosas obras que el arte decimonónico le ha dedicado al emblemático santuario asturiano de Covadonga destaca especialmente esta vista interior de la cueva del pintor Genaro Pérez Villaamil (El Ferrol, 1807-Madrid, 1854), conservada en el Museo Bellas Artes de Asturias.

Considerado el precursor del paisajismo romántico español, Villaamil se inscribe dentro de aquella generación de “pintores-viajeros” que, desde mediados del siglo XIX, recorrieron buena parte de la geografía española intentando capturar en sus lienzos la realidad social y cultural del país. En el retrato de sus gentes y de sus pueblos, de sus paisajes y de sus monumentos, la obra de Villaamil refleja la preocupación típica del artista romántico, bajo cuya fantasía pintoresca y exaltación patriótica subyacía un interés aún más profundo, relacionado también con los ideales de la Ilustración española: documentar y salvaguardar las ruinas del deteriorado patrimonio histórico nacional.

Así, cuando Genaro Pérez Villaamil llegó a Covadonga en 1850, en el que constituiría el último viaje del artista a tierras asturianas, su interés por la cueva no se redujo exclusivamente al hecho de inmortalizar el legendario símbolo de una supuesta identidad nacional, sino en constatar a su vez el estado de abandono en el que se encontraba sumido el monumento desde que, el 17 de octubre de 1777, un incendio fortuito destruyera parcialmente el camarín de la gruta que conservaba la imagen de la Virgen. En la representación abiertamente idealizada del santuario que ofrece el pintor puede reconocerse por tanto el estado decadente de la construcción. Así mismo, la visión de la España costumbrista y pintoresca que tanto se empeñó en retratar Villaamil adquiriría un renovado protagonismo en la escena de la parte inferior, donde una comitiva de peregrinos, vestidos con trajes regionales, confieren al santuario ese aire de cotidianeidad y devoción popular en el que los elementos humano y arquitectónico se fusionan para reforzar el mensaje patriótico propio de la representación romántica.

Si bien la denuncia expuesta en la obra terminó recibiendo respuesta, esta no llegará hasta 1874 –Genaro Pérez Villaamil fallecerá en 1854-, fecha en la que el obispado de Benito Sanz y Forés le encargó a Roberto Frassinelli construir el actual camarín de madera, en el que se emplazó finalmente la nueva imagen de la Santina donada por la Catedral de Oviedo en 1778.

La temprana carrera de Murillo, 1634

En 1865, el artista escocés John Phillip (Aberdeen, 1817- Londres, 1867) pintó La temprana carrera de Murillo, 1634, obra que ese mismo año fue exhibida por primera vez en la Royal Academy de Londres.

John Phillip, también conocido como “Felipe el Español”, fue uno de los numerosos artistas británicos del siglo XIX que viajaron a España atraídos por su arte, cultura y costumbres. Ese interés se pone en relación con los ideales románticos, en un momento en el que España es, a ojos de Europa, paradigma de exotismo y de pintoresquismo. El artista se formó en la Royal Academy de Londres y fue nombrado académico de la misma en 1860. Deseaba convertirse en pintor de cuadros de historia, pero pronto se dio cuenta de su facilidad y talento para captar escenas de la vida cotidiana. Quizás una recomendación médica fuese la razón por la que realizó un primer viaje a España en 1851, país por el que quedó deslumbrado. A éste le sucedieron otros dos viajes, en 1856 y en 1860, que influyeron en que su paleta se aclarara y en la introducción del claroscuros y contrastes lumínicos, en un intento por captar la luminosidad mediterránea y la atmósfera popular española. A lo largo de su trayectoria se especializó en la representación de temáticas españolas inspiradas en algunos de los géneros más cultivados por la escuela española del Siglo de Oro y en el estudio de sus artistas más representativos. Como se aprecia en esta obra, John Phillip se mostró especialmente cautivado por Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1617 – 1682), del cual el Museo expone habitualmente dos obras, San Pedro y San Fernando, depósito este último del Museo Nacional del Prado.

La temprana carrera de Murillo, 1634 se inspira en la época de juventud del artista español, cuándo éste exhibía para la venta sus primeras obras en su ciudad natal. El lugar representado es el mercado de la Calle Feria de Sevilla, presidido por la iglesia gótico-mudéjar de Omnium Sanctorum. Era el segundo mercado en importancia de la ciudad, al que acudía una amplia variedad de vendedores, particularmente artesanos. Entre el gentío, un fraile franciscano, una pareja de monjes jerónimos y una gitana con dos niños observan curiosos un pequeño lienzo del artista. La caracterización del joven artista se basa en su Autorretrato (hacia 1668-1670), que John Phillip pudo haber visto en Inglaterra y del que toma algunos rasgos fisonómicos, como las cejas arqueadas y la barbilla redondeada. Los pinceles, el tiento y la paleta que se apoyan sobre la silla son los atributos que permiten reconocer al personaje como pintor. Así mismo, sus futuras obras se ven sugeridas tras él, en las pinturas de la izquierda: una versión de San Juanito y el cordero y un retrato similar a Muchacha con flores (hacia 1670). Además, en el cuadro se realizan una serie de citas a los grandes artistas del Siglo de Oro español. Así, los monjes y el bodegón representado a la derecha homenajean a Zurbarán, mientras que la figura de la gitana y, muy especialmente, el niño que lleva en brazos, remiten a la iconografía de la Virgen con el Niño. Otra alusión a la obra del propio Murillo es la de la muchacha que aparece al fondo con un cesto de flores sobre su cabeza. Y, por supuesto, el gitano a lomos del burro recuerda al borracho de El triunfo de Baco (1628-1629) de Velázquez, junto con los dos hombres que se encuentran tras él, que se inspiran en Las Lanzas o La rendición de Breda (1635), obra de la que además John Phillip realizó una copia. En cuanto a la paleta utilizada, combina los ocres y grises propios del naturalismo, concentrados en torno a la figura de Murillo, con un colorido mucho más vivo en la factura del bodegón, la vestimenta de la gitana, los adornos del burro y las flores. También juega un papel fundamental el empleo de la luz y la sombra a la hora de presentar a los personajes y captar la atmosfera pintoresca que, a ojos de un extranjero, poseía un característico mercado andaluz.

Filandón en Monasterio de Hermo

En el verano de 1872, el pintor Luis Álvarez Catalá (Madrid, 1836-1901) realizó durante una estancia en el pueblo natal de su padre la obra Filandón en Monasterio de Hermo, adquirida en 1989 por el Museo de Bellas Artes de Asturias y que hoy luce con personalidad propia en las salas dedicadas al siglo XIX asturiano.

La escena representada está protagonizada por una serie de personajes, entre ellos el mismo Álvarez Catalá, autorretratado en el cuadro, que se reúnen en torno al fuego de la l.lariega o cocina de la casa familiar del pintor, en la localidad asturiana de Monasterio de Hermo (Cangas de Narcea). El espectador contempla así, en una misma escena, la variedad de actividades, actitudes y conversaciones que se desarrollan en el llamado filandón, con mujeres hilando mientras otras personas cantan, tocan instrumentos o se entregan a diversas labores tradicionales del territorio asturiano.

Todo ello aparece reflejado con absoluta minuciosidad, con una factura casi preciosista que, aplicada en una obra costumbrista, incide en destacar los vestidos de los personajes y los objetos que hacen referencia a las actividades artesanales asturianas y a su ajuar doméstico, como las madreñas del primer plano o los útiles apoyados sobre la viga del techo. La iluminación, conseguida a través de la colocación de un foco de luz delantero y el fulgor de la hoguera, logra un efecto de delicada profundidad, convirtiendo la cocina asturiana en una caja de perspectiva en la que todos los detalles dan muestra de sus calidades.

Filandón en Monasterio de Hermo transmite así una sensación de ambiente intimista, a pesar de ser una obra generosamente poblada, con una veintena de figuras. Esta armonía, este intimismo de la imagen, unidos a la riqueza formal y descriptiva de la pincelada, sugieren una influencia clara de la pintura flamenca y holandesa del siglo XVII, de la que Álvarez Catalá era amplio conocedor por sus diversos viajes y estudios académicos. Pero, sobre todo, se convierte en un emotivo manifiesto de los recuerdos de infancia del propio artista, quien contemplaría repetidas veces escenas similares a ésta; imágenes retenidas en su memoria como la que inmortaliza en esta tabla.

Autorretrato

En 1985, y a instancias del Museo de Bellas Artes de Asturias, la Consejería de Cultura adquirió un óleo sobre tabla de Darío de Regoyos (Ribadesella, 1857-Barcelona, 1913). La obra, que había pertenecido a Rodrigo Soriano, político y literato amigo del pintor, reviste un excepcional interés, pues el artista empleó los dos lados del soporte. Así, entre 1901 y 1905, Regoyos se autorretrató al dorso del paisaje de Valmaseda, pintado en 1895, como señala la inscripción a la izquierda de la tabla. Que Autorretrato es posterior lo demuestra el cuadro representado tras el busto del pintor, La sierra de Béjar (último rayo), realizado en 1900. Además, el artista aparece sin barba, sólo con bigote, tal y como lo muestran las fotografías del primer decenio del siglo.

Nacido en Ribadesella y formado en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, Darío de Regoyos viajó a Bruselas en 1879, donde trataría a los principales artistas de vanguardia. Conocedor asimismo de la pintura que se hacía en París, se vinculó con el neoimpresionismo, mediante el empleo de la técnica puntillista de su gran amigo Camille Pisarro.

En Autorretrato, Regoyos ofreció una reflexión íntima, certera y desencantada, sobre sí mismo y su oficio de pintor. Frente a la alegría y la vivacidad que habían caracterizado su juventud, Regoyos se representó en la cuarentena, cargado de hombros, con semblante macilento y envejecido acusadamente por las arrugas de la frente y el cuello. Con un cierto toque desaliñado, aparece también sin camisa y vestido con un cómodo gabán negro.

Concentrado en el rostro, de mirada perdida, el retrato trasluce el abatimiento y la desesperación que marcaron los primeros años del siglo para el pintor. Sufrió por entonces la muerte de su tercer hijo y la crisis de locura de su esposa, Henriette de Montguyon. Los cuadros arrumbados y vueltos del revés en su estudio, excepto el mencionado paisaje de Béjar, inciden en su tristeza y desencanto ante las dificultades para sostener a su familia con la venta de sus obras. Esta sinceridad con la que se muestra al espectador, así como la técnica empleada y el tratamiento del color, hermanan la obra con los autorretratos del postimpresionista Paul Gauguin, a quien Regoyos admiraba profundamente. No en vano, por la época del paisaje de Valmaseda, el artista había abandonado el puntillismo en favor de una pincelada más libre, que combinaba zonas moteadas con otras más empastadas y planas. En esta síntesis entre el interés en los problemas de tipo técnico de las tendencias derivadas del impresionismo y la concepción de la obra de arte como vehículo de emociones, que lo aproxima al expresionismo, reside el valor de Regoyos como figura clave en la modernización de la pintura española.

Corriendo por la playa. Valencia

Durante el verano de 1908, en que se instaló junto con su familia en la playa de Valencia, Joaquín Sorolla (Valencia, 1863-Cercedilla, Madrid, 1923) realizó algunas de sus más hermosas escenas de playa, protagonizadas por niños y jóvenes a la orilla del mar, todos ellos dentro de un ambiente de sana y radiante felicidad que la crítica de la época vinculó a una voluntad de exaltar el carácter mediterráneo de la costa levantina en relación al esplendor cultural de su pasado grecolatino.

Reconocido pintor de instantáneas al aire libre, el artista era consciente de que las cosas llegan a nuestros ojos no con su forma propia perfectamente definida, sino alterada por el ambiente y la luminosidad en la que se hallan sumergidas. Por eso su lucha artística consistió, como refiere su biógrafo Rafael Doménech, en unir la forma con la luz desdoblada en incesantes coloraciones.

Esto se aprecia por ejemplo en el lienzo luminista Corriendo por la playa. Valencia, un cuadro de composición equilibrada y armónica lleno de luz y movimiento. Está protagonizado por tres figuras infantiles de tamaño monumental que corren en primer término, a la orilla de la playa, en trepidante carrera, mientras otras cuatro se bañan y juegan en el agua, en segundo término. El cuerpo desnudo del niño y las dos niñas protagonistas, con sus amplias batas blancas y rosadas, se recortan y contrastan cromáticamente sobre el mar, que se desarrolla eliminando toda referencia al horizonte para colmar la parte superior del lienzo con el azul profundo del agua, en contraste también con la franja inferior de arena, seca y bañada por el agua, que da la nota de equilibrio y estatismo a la composición.

La supresión del horizonte permite al pintor hacer más patente el protagonismo de estas tres figuras, al tiempo que facilita el contraste de colores complementarios (entre las vivas carnaciones anaranjadas y la yuxtaposición de la arena con los resplandecientes azules del agua). El mar, de colorido intenso, está pintado con amplias y estrechas pinceladas horizontales de distintas gamas de azul intenso, violetas e incluso de ocres (ecos éstos últimos de la arena de la playa), que se distribuyen nerviosamente sobre un fondo de preparación azul claro, en un recurso que le permite plasmar el bullicioso movimiento del agua. En cuanto a los cuerpos y ropas de los niños están trazados con mano rápida y gesto vivo, aunque sintético, que expresa fielmente la fugacidad de los movimientos; con una amplia gama de colores integrados en el blanco y rosa de las batas, emulando multitud de reflejos; y con un toque de pincel empastado y preciso para construir los brillos de la piel húmeda de los muchachos. Además, y para reforzar el efecto de potente luz solar que transmite el cuadro, Sorolla utiliza como recurso el gesto de la mano de uno de los niños que está en el mar, con el que se protege del deslumbramiento de un sol cegador, gesto que ya había utilizado en uno de los niños que protagonizan ¡Triste herencia! (1899).

Campesinos de Gandía

A finales del siglo XIX, el panorama artístico español se caracterizaba por la coexistencia de los estilos académicos dominantes con la búsqueda de una libertad creadora que empezaba a manifestarse en los principales movimientos surgidos en este período. Formado en este contexto entre tradición y nuevas tendencias, Hermen Anglada-Camarasa (Barcelona, 1871-Pollença, Mallorca, 1959) se convirtió en uno de los pintores españoles con más éxito internacional del primer cuarto del siglo XX.

Su producción está marcada por tres acontecimientos principales: una estancia en Francia entre 1894 y 1914, durante la cual su pintura estuvo protagonizada por la vida nocturna parisina; la llegada a la capital francesa, en 1909, de los ballets rusos del Diágilev, que revolucionaron la ciudad con sus vestuarios repletos de dinamismo y colorido; y una estancia en Valencia en 1904, en la que concentrará su atención en las escenas folklóricas españolas, soporte de sus principales elementos artísticos y de su característica explosión de color, protagonizada por una paleta de amarillos, naranjas, rojos y verdes que se entremezclan utilizando una pincelada extremadamente libre y se articulan mediante juegos rítmicos y lineales. Todo ello desembocó en su particular estilo pictórico, caracterizado por unas composiciones planas que enfatizan los motivos decorativos y ornamentales.

Este estilo puede apreciarse en Campesinos de Gandía, una obra de gran formato que representa una cabalgada habitual de las fiestas de la región. El artista se sirvió de una fotografía para el motivo central del cuadro, donde aparecen mucho más ornamentados tanto la montura como los jinetes. En el centro de la escena se presenta una pareja vestida con trajes típicos valencianos, tratados con todo lujo de detalles y donde incluso se observa la riqueza de los pendientes y del tocado de la mujer. Ambos montan un caballo engalanado con amplias mantas, petos de flecos y borlas de colores. A izquierda y derecha se disponen dos figuras femeninas ricamente vestidas que portan botijos de ornamentada cerámica local. En la parte inferior se aprecia una serie de figuras que continúan con el festejo y ayudan a recrear el decorativismo generalizado de la composición. Todos los protagonistas están distribuidos en un friso de figuras planas y estáticas y contornos acentuados, que se convierten en un juego visual donde la materia pictórica se mezcla con los efectos lumínicos creados a través de una pincelada radicalmente suelta, que logra canalizar a través de los trajes tradicionales. Como curiosidad, se ha sabido que el cuadro pasó por un estado de mayor sencillez y en su versión definitiva se agregaron tanto las figuras del fondo, como las de la izquierda y derecha.

En 1910 esta obra ganó el Premio de Honor y la Medalla de Oro de la Exposición Internacional de Arte del centenario en Buenos Aires, convirtiéndose en arquetipo de la pintura mediterránea novecentista.